Cuando dejamos de ser hijos: los roles que tomamos frente a nuestras madres
Desde que nacemos, buscamos amor, protección y guía de quienes nos dieron la vida. Pero ¿qué pasa cuando ese vínculo primario con nuestra madre —o figura materna— se fractura, se vuelve confuso o se invierte?
Muchos de nosotros —hijos e hijas— crecimos sin realmente haber podido ser solo eso: hijos. Y esto no fue por elección. Muchas veces fue por necesidad.
Lo he visto una y otra vez en los acompañamientos que hago, especialmente en familias inmigrantes, donde los hijos se convirtieron en traductores, mediadores, guías del sistema… o en adultos funcionales desde muy pequeños.
También ocurre en familias donde hay que sobrevivir como sea. Donde la pobreza, el trabajo excesivo, el racismo, los genocidios, las guerras, el desplazamiento o la violencia histórica han hecho que los adultos no puedan estar disponibles para criar, contener o dar. A veces hay padres y madres que, aunque presentes, no tenían la capacidad emocional o física para sostener a sus hijos, y entonces los roles se invierten.
Todo esto es importante decirlo antes de continuar. Porque lo que comparto a continuación se basa en una mirada que no es para juzgar tu historia, ni para exigir algo que no era posible en tu contexto. Es una mirada que parte del ideal —de lo que ayudaría a una familia a estar más ordenada, más sana, más libre— no para exigir perfección, sino para que podamos mirar con conciencia las heridas que a veces se han normalizado, y desde ahí abrir caminos distintos.
Si tú estás ahora en una situación en la que estás criando sin red de apoyo, haciendo lo mejor que puedes con lo que tienes, tal vez este contenido no te aplica del todo en este momento. Pero si al leer lo que sigue, identificas que en tu historia hubo roles invertidos, o que en tu cuerpo hay un cansancio que no entiendes del todo, tal vez encuentres aquí una explicación… o al menos un alivio.
Porque la mayoría de nuestras familias no crecieron en orden, y por eso lo hablo. Porque cuanto más conciencia tengamos, más podemos transformarlo.
Cuando el amor se interrumpe
Durante mucho tiempo, la palabra orden me activaba. Me sonaba rígida, pesada, autoritaria.
Pero fue en mi camino de sanación —primero como hija, luego como terapeuta— que empecé a notar que muchas de las cargas que llevaba, muchos de los enredos en mis relaciones, venían de haber estado fuera de mi lugar.
Cuando, poco a poco, me fui reconociendo como hija —no como madre de mi madre, ni como salvadora de nadie, ni como psicóloga del mundo entero— algo dentro de mí empezó a descansar.
Si miramos la idea de los Órdenes del Amor que planteó Bert Hellinger, podemos usar una metáfora: la del río. Para mí, los órdenes se parecen a esos ríos naturales que nacen en la montaña y bajan hacia el mar, fluyendo con su fuerza y ritmo. Pero a veces, por diversas razones, ese cauce natural se altera: se desvían las aguas, se construyen estructuras que interfieren, o el río comienza a secarse.
Y cuando llega agua —cuando hay movimiento, emoción, vida— ya no encuentra su camino original. Entonces el agua busca por dónde salir. A veces se desborda. A veces rompe bordes. A veces se queda estancada. Y en ocasiones, esa parte del río muere.
Así mismo pasa en nuestras familias. Cuando el amor no puede fluir desde generaciones anteriores hacia nosotros —cuando no baja como ese río de contención, cuidado, presencia— lo que sentimos muchas veces es vacío, confusión, sobrecarga o repetición de patrones.
Y muchas veces, cuando vemos a una madre que no pudo brindar contención, amor, guía o protección, la pregunta que surge no es “¿qué le pasa a ella?”, sino: ¿dónde se interrumpió el amor?
A veces la respuesta está en algo más grande: sistemas que nos afectan a todos. El patriarcado, la colonización, el racismo, la misoginia, el marianismo, el capacitismo… Son fuerzas que han desconectado a generaciones enteras de su sentir, su cuerpo, su linaje y su poder.
Y otras veces, la interrupción viene también desde lo familiar: una madre que murió al parir, una abuela que tuvo que entregar a sus hijos, un hijo que murió y dejó a una madre congelada en el duelo, un trauma no sanado, una historia no contada.
Cuando algo así pasa, ese amor que debía fluir hacia nosotros se queda detenido o desviado. Y nosotras y nosotros —con la mejor intención— intentamos resolverlo, compensarlo, sin saber que eso no nos tocaba a nosotros.
Ahí es donde entran los Órdenes del Amor, no como reglas para juzgar, sino como una invitación a mirar: ¿Quién falta? ¿Qué pasó que no ha sido nombrado? ¿A quién seguimos fieles desde el dolor? Y sobre todo: ¿cómo puedo hoy reconocer lo que fue… y volver a mi lugar?
Órdenes del Amor:
1. La Pertenencia
Este orden nos recuerda que todas las personas que forman parte del sistema familiar tienen derecho a pertenecer. Sí, incluso aquellas de las que no se habla. Incluso las que fueron rechazadas, ignoradas, apartadas, olvidadas o juzgadas. Incluso aquellas que han causado mucho dolor.
Y aquí quiero hacer una pausa importante: Reconocer que alguien pertenece no es lo mismo que permitirle acceso a tu vida.
No se trata de compartir la mesa, de forzar vínculos, ni de exponer tu bienestar emocional. Tú puedes —y muchas veces necesitas— poner límites, marcar distancia o incluso cortar contacto por tu seguridad y salud mental.
Pero lo que sí pide este orden es reconocimiento. Es decir: esa persona existió. Tuvo/tiene un lugar. Y en su momento, fue y es parte del sistema.
Cuando alguien es excluido —ya sea una tía con “problemas mentales”, un abuelo abusador, un hijo no nacido, una expareja de tu padre, un hermano dado en adopción, o una madre que abandonó— el sistema se desajusta. Y lo que he visto (y lo que la vida muestra una y otra vez) es que, con el tiempo, otro miembro del sistema empieza a cargar o repetir inconscientemente algo que quedó pendiente.
He acompañado procesos donde un hijo repite la historia del tío del que no se podía hablar. Donde una hija no puede avanzar porque lleva en su cuerpo el duelo no vivido de la abuela que perdió a su hijo. Donde hay síntomas, bloqueos o miedos que no nacen en la propia historia… sino que son ecos de lo que no se reconoció antes.
Y eso no es castigo ni karma. Es amor. Amor ciego. Amor infantil. Amor que intenta incluir lo que el sistema excluyó.
Como digo en mi libro (Transforma tu herida materna), muchas veces no es lo que nos pasó lo que más duele, sino todo lo que quedó sin nombrar.
En las constelaciones familiares, cuando algo o alguien es incluido, cuando se le da un lugar con dignidad (aunque sea internamente, en una visualización, en un ritual o en una oración), muchas veces la energía cambia. No se borra el dolor, pero se libera el alma.
Porque todos —incluso los ausentes, los difíciles, los no nacidos— tienen un lugar.
2. El Orden: quién vino antes
Este orden nos recuerda algo que puede parecer obvio, pero que en la práctica se rompe con frecuencia: quien vino antes, tiene prioridad sobre quien vino después. Los padres y madres son los grandes. Los hijos e hijas son los pequeños.
Cuando este orden se respeta, las relaciones fluyen con más claridad y contención. Pero cuando se rompe —cuando los padres no pueden sostener, y los hijos terminan cuidando, regulando o acompañando emocionalmente a los padres— el sistema se desorganiza.
Y aquí quiero ser clara: muchas veces esto no es culpa de nadie. No es que un niño elige ser más que su madre o su padre.
Es que el adulto no pudo estar disponible, no asumió su lugar, o simplemente no había otra opción.
He acompañado a personas que desde muy pequeñas tuvieron que cuidar a sus hermanos, traducir para sus padres, consolar a sus madres, o sostener emocionalmente a la familia. Y lo hicieron desde el amor, sí… pero también desde un lugar que no les correspondía.
Yo también lo viví. Por años estuve en un lugar que no era el mío. Y aunque ese lugar me dio muchas habilidades y hasta cierta “identidad” profesional, también me trajo mucho peso.
Porque cuando ocupamos un lugar que no es nuestro, no hay descanso. Hay confusión. Hay ansiedad. Hay una sensación constante de estar a cargo, incluso cuando ya no hace falta.
En el camino de regresar a mi lugar como hija, me encontré con muchas resistencias internas. Me costaba no opinar, no guiar, no cuidar. Pero cuando empecé a recordarme —yo soy la hija, yo soy la pequeña frente a mis padres— algo se acomodó. Mis hombros bajaron. Mi corazón respiró diferente. No se trata de hacerme “chiquita”, se trata de honrar el lugar desde donde puedo recibir vida, y no cargar con todo.
Cuando ocupamos el lugar que nos toca —ni más arriba, ni más abajo— las relaciones se sienten menos tensas. Y lo que damos, lo damos desde un lugar de amor libre, no desde la obligación.
3. El equilibrio entre dar y recibir
Este orden nos recuerda que en las relaciones humanas, especialmente entre adultos —como entre parejas, hermanos y hermanas, amistades o colegas— lo más saludable es que exista un flujo equilibrado entre lo que se da y lo que se recibe.
Pero cuando hablamos de la relación entre madres, padres e hijos, el movimiento es distinto: los padres dan y los hijos reciben.
Desde esta perspectiva, lo más fundamental que los padres nos dan es la vida. Y solo por eso, ya han cumplido con su función principal.
Idealmente, además de la vida, también podrían ofrecernos cuidado, sustento y guía. Eso sería un plus valioso. Pero incluso si eso no estuvo, desde el marco de las Constelaciones Familiares, con solo habernos dado la vida, ya cumplieron su rol esencial.
Esto puede ser difícil de integrar, especialmente si nuestra historia está llena de vacíos, heridas o ausencias. Y aún así, lo traigo porque este orden tiene una fuerza profunda: cuando un hijo se siente obligado a compensar, devolver, salvar o sostener a su madre o padre —desde un lugar que no le corresponde— el sistema se desbalancea.
Ahora bien, si tú, desde tu corazón, eliges cuidar a tu madre, acompañarla a sus citas, prepararle su comida o estar pendiente de su salud, eso no rompe este orden. Todo lo contrario.
Ahí lo importante es desde dónde lo haces.
👉 Si lo haces desde un lugar de amor que te sobra, con el deseo genuino de honrarla y acompañarla, y mantienes su lugar como madre, eso es una expresión de respeto y amor maduro.
👉 Pero si lo haces sintiéndote obligado o en deuda, o si te colocas por encima de ella, tomando decisiones sin su consentimiento cuando aún está en plena capacidad, ahí se puede estar creando un desorden.
Esto aplica también cuando cuidamos a madres o padres mayores. Si aún tienen capacidad para tomar sus decisiones, es importante mantener el respeto y el lugar que les corresponde. Porque incluso el cuidado, cuando se hace desde un lugar de superioridad o control, puede romper el equilibrio natural y generar conflicto interno o externo.
Y lo he visto al revés también: madres o padres que, por amor o por control, intentan hacerse cargo de hijos adultos, incluso ancianos, sin respetar su autonomía ni su camino.
Por eso este orden nos invita a algo muy concreto: dar, cuando damos, desde la libertad. Recibir, cuando recibimos, sin culpa. Y mantener claro el lugar que cada quien ocupa.
Cuando dejamos de ser hijos e hijas: los roles que tomamos
Cuando estos órdenes del amor se rompen —ya sea por necesidad, por circunstancias históricas, por ausencia, o simplemente porque no había otra forma— muchos terminamos ocupando lugares que no nos correspondían.
Y lo hicimos desde el amor. Desde el amor ciego. Desde el deseo profundo de pertenecer, de ser vistos, de compensar, o de recibir algo que nos hacía falta.
Pero por más noble que haya sido esa intención, estos movimientos crean enredos. Y muchas veces, aunque ya somos personas adultas, seguimos en esos roles como si fueran parte de nuestra identidad.
Aquí te comparto cuatro de los más comunes que he visto en mi vida, en mi práctica y en los sistemas familiares que acompaño:
1. Ser el padre o la madre de tu madre
Desde pequeño o pequeña, te convertiste en quien la consolaba, la cuidaba, la escuchaba o la sostenía emocionalmente.
Tal vez viste su dolor, su soledad, su cansancio… y sin darte cuenta, empezaste a tomar un rol que no te tocaba.
Este es uno de los movimientos más comunes que altera el orden jerárquico. El hijo o la hija termina “arriba”, y la madre “abajo”.
Y aunque esto muchas veces ocurre por necesidad —porque ella no podía, porque no había nadie más, porque te necesitaba— ese lugar deja marcas profundas:
Dificultad para pedir ayuda,
Sensación de que todo depende de ti,
Agotamiento emocional,
Relaciones donde sigues cuidando a todos.
Regresar a tu lugar como hijo o hija no significa dejarla sola. Significa dejar de cargar lo que no es tuyo y permitirte ser cuidado también.
2. Ser la pareja emocional de tu madre
Cuando el padre no está —física o emocionalmente— es común que uno de los hijos o hijas ocupe ese lugar simbólico. No hablamos de algo sexual, sino de una fusión emocional donde tú eres su compañía, su refugio, su confidente.
Te convertiste en quien siempre está para ella, quien la entiende, quien la sostiene emocionalmente.
Y aunque puede parecer una relación muy cercana, ese rol confunde y pesa. Porque no fuiste su pareja. Fuiste su hijo. Fuiste su hija. Y si no puedes soltar ese lugar, luego se vuelve difícil construir vínculos de pareja propios, poner límites sanos, o sentirte libre sin culpa.
Volver a tu lugar aquí significa honrarla, sí, pero también liberarte para amar desde un lugar adulto y no desde la fusión.
3. Ser el hermano o la hermana (el igual) de tu madre
Aquí no te trataron como hijo o hija, sino como el amigo, la igual, la otra persona adulta en casa. Desde joven te compartían cosas de adultos, te pedían consejo, o te incluían en decisiones emocionales que no eran para ti.
Y eso te pudo haber hecho sentir especial, visto… pero también te robó parte de tu infancia.
Este rol suele dejar huellas como:
Dificultad para soltar el control,
Sensación de que siempre tienes que estar “al tanto de todo”,
Incomodidad al recibir orientación o guía de alguien más.
Volver a tu lugar significa permitirte ser guiado, cuidado y acompañado también. No tener que estar “resolviendo todo” siempre.
4. Ser el salvador o la salvadora de tu madre
Este es uno de los más comunes entre quienes hoy estamos en profesiones de ayuda o cuidados. Queremos que nuestra madre sane, sea feliz, se libere, y muchas veces tratamos de compensar lo que no recibió.
Y aunque ese deseo nace del amor, cuando lo hacemos desde el lugar de hijos o hijas, rompe todos los órdenes: nos ponemos por encima, tratamos de dar lo que no tenemos, y nos vaciamos en el intento.
El verdadero servicio no nace de la deuda, sino de la libertad. Y si hoy eliges cuidar, ayudar o acompañar a tu madre, que sea desde el amor adulto y no desde el niño o niña herida que quiere salvarla para poder descansar.
Estos roles no se eligen con consciencia. Los adoptamos por amor, por necesidad, por historia. Pero hoy, como personas adultas, tenemos la oportunidad de mirar con claridad y preguntarnos:
¿Qué rol he estado ocupando que no me corresponde? ¿Y cómo puedo empezar a soltarlo con amor, sin culpa, y desde el respeto por mi historia y por mi alma?
Volver a nuestro lugar como hijos e hijas
Sanar la relación con nuestra madre no es un camino lineal ni fácil. Tampoco se trata de buscar culpables o de exigir algo que quizás nunca estuvo disponible. Sanar, desde esta mirada, es reconocer lo que fue y dejar de cargar lo que no nos pertenece. Es mirar con amor, pero también con límites. Con claridad. Con respeto por nosotros mismos y por quienes vinieron antes.
Volver a nuestro lugar como hijos e hijas no significa rechazar ni cortar. Significa soltar la carga, honrar los límites del alma, y decir —aunque sea en silencio.
“Tú eres mi madre.
Yo soy tu hijo / yo soy tu hija.
Gracias por darme la vida.
A partir de aquí, yo sigo mi camino.”
Y desde ahí, algo se acomoda. No porque todo se haya resuelto, sino porque tu alma empieza a caminar desde un lugar más claro, más libre, más tuyo.
¿Quieres seguir profundizando?
Si este tema te tocó, si te reconociste en alguno de los roles, si sentiste que algo se movió al leer…
Entonces este es solo el comienzo.
Mi libro, Transforma tu herida materna: cómo sanar lo que no empezó contigo, fue escrito justo para acompañarte en este proceso.
Es una guía amorosa y profunda para soltar los enredos, comprender lo que cargamos, y comenzar a vivir desde un lugar más auténtico, más en paz.
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Y si sientes que estás listo para mirar tu historia desde otra perspectiva y hacer un movimiento profundo, también acompaño procesos de sanación 1:1 a través de constelaciones familiares.
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Gracias por estar aquí.
Gracias por permitirte mirar.
Gracias por comenzar —a tu ritmo— a soltar.
Con amor y verdad,
Lydiana